Un puzle con demasiadas piezas: un análisis de la Rambla del Raval

Un puzle con demasiadas piezas: un análisis de la Rambla del Raval

FRANCESC-XAVIER SORIA

La Rambla del Raval es un espacio urbano que pronto cumplirá 14 años. Fue la actuación estrella del Pla Especial de Reforma Interior de Barri (PERI) que, a partir de 1985, afectó a los barrios del Raval, Casc Antic y Barceloneta. El Ayuntamiento de Barcelona pretendía “esponjar” estas áreas, dotarlas de equipamientos, crear nuevos edificios y propiciar un cambio en la configuración social de su población. El paso del tiempo evidencia que algunos de esos objetivos no se han cumplido.

En febrero de 1999 una comunión de gigantes y cabezudos precedieron el parlamento del entonces alcalde de Barcelona, Joan Clos i Matheu, que hacía la primera de las inauguraciones del nuevo espacio que se llamaría la Rambla del Raval. El alcalde anunció –con temeraria autoconfianza–  que conseguiría que el Raval fuera “el mejor barrio de la ciudad”.

Ha llovido mucho desde entonces y queda la duda si Clos,  actual encargado del Programa de Asentamientos Humanos de la ONU, admitiría el hecho de que en el barrio perduran muchos de los problemas que intentó resolver, primero como regidor del distrito –de 1987 a 1991– y, posteriormente,  como alcalde de 1997 a 2006.

Fue precisamente él quien impulsó los primeros compases del Pla Especial de Reforma Interior (PERI) en el Raval. Desde el consistorio se quería sacar de la marginalidad los barrios abandonados por la administración franquista. El objetivo era cambiar la fisonomía de unas calles llenas de traficantes, con una mafia que se disputaba el territorio prácticamente a navajazos. Paralelamente se pretendía detener el goteo de muertes diarias por sobredosis y el panorama cotidiano de robos con violencia. La palabra de moda en la terminología urbanística de aquellos días era el  “esponjamiento”.

Como médico anestesista de formación que era Clos sabia que no podía hacer cambios bruscos y soliviantar demasiado a un vecindario que forzosamente seria expropiado. Consciente de ello acometió un proyecto de derribos lo suficientemente dilatado en el tiempo para conseguir el efecto sin que se notara el cuidado. La financiación estaba asegurada porque habría disponible un buen chorro de europeísmo –3000 millones de las antiguas pesetas– y algo de iniciativa privada, muy presta al negociado.

Es cierto que los 300 metros de longitud de la Rambla del Raval, sus 32 metros centrales exclusivos para los peatones, sus seis hileras de arboles y el gato gordo de Botero –sacado de su horrible purgatorio de la plaza Blanquerna– lograron una cierta oxigenación de la zona. Pero la realidad del Raval es tozuda y, a pesar de la presencia de nuevos edificios, nuevos equipamientos y los denodados esfuerzos por promover un cambio substancial en el tejido social del barrio, las figuras que deambulan por la Rambla del Raval son, prácticamente, las mismas de siempre. Son personajes tan cronificados como la miseria secular del Barri Xino.

Un simple paseo por la Rambla del Raval da fe que todo lo nuevo –los edificios, los estudiantes, los turistas– está en clara actitud defensiva. En el lado oriental  de la Rambla del Raval el turista inteligente percibe instintivamente una barrera invisible que lo separa de la calle Robadors. Su mismo hotel cinco estrellas Barceló-Raval esta revestido simbólicamente de una cota de malla. El nuevo edificio de oficinas del sindicato UGT –justo al lado del hotel– presenta la frialdad marcial del racionalismo fabril más severo. El espacio entre el hotel y el edificio sindical –la Plaza Manuel Vázquez Montalbán– es casi tan duro como la actitud de Pepe Carvalho con alguno de sus libros. En alguna esquina se ven meretrices en busca de clientes mientras un niño paquistaní juega inocentemente con su cometa en medio de tanto hormigón. Un poco más allá el flamante edificio de la Filmoteca de Catalunya se presenta como un cine bunkerizado. Es palmario que los cinéfilos pueden observar dramas más fuertes fuera de la filmoteca. La contigua plaza Salvador Seguí sigue siendo la plaza del yonki en sus sesiones más golfas.

La hemeroteca tampoco permite afirmar que el lado occidental de la Rambla sea un remanso de paz. La presencia de dos comisarias muy cercanas no han sido sinónimo alguno de seguridad. Paradójicamente el Raval Sur retiene en su memoria la muerte, en octubre de 2013, de Juan Andrés Benítez a manos de los Mossos d’Esquadra durante su detención en la calle Aurora. Ver a los policías limpiar la sangre del finado y tratar de borrar las pruebas del delito no fue considerado muy normal para la jueza encargada del caso.

A pesar de estos desafortunados ejemplos sí es cierto que, en términos relativos, el barrio ha mejorado desde la obertura de la Rambla del Raval. El parque humano de ahora no se puede comparar con aquel de los años ochenta, cuando el Presidente de la Associació de veïns del Raval dijo una frase que pasaría a los anales de la prensa de Barcelona: “Pactaremos con los traficantes si a cambio nos dejan vivir en paz”.

Hay una cierta mejoría, sí;  pero vivir en el Raval sigue siendo duro. Algunos de sus habitantes –sobre todo los mayores– sufren la crisis económica en silencio; y algunos pasan hambre. En contraposición, en la calle los consumidores nunca han echado de menos ni la coca ni el chocolate.

La morfología del barrio ha cambiado, pero por el puzle del Raval deambulan las mismas piezas de siempre. A los parias del ayer se suman los parias de hoy, que hablan urdu, rumano o algún dialecto wolof. Se los ve dormitar; o tomar el sol de invierno en los bancos de la rambla. En verano los sustituirán los anarquistas estacionarios del sur de Europa. Es evidente que en el Raval hay más piezas de las que caben en el tablero. Un buen urbanista debería saber –y asumir– que en este tipo de puzles siempre sobran piezas. Siempre. Y esa es precisamente la gracia del juego.

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