Ritmos que burlan la ley

Ritmos que burlan la ley

Músicos que viven en la casa ocupa de El Raval comparten sus ritmos en la Jam Session

Músicos que viven en la casa ocupa de El Raval comparten sus ritmos en la Jam Session

Ritmos, aplausos, prohibiciones y desobediencias. La vida de un músico callejero en Barcelona se vuelve una aventura cuando se trata de burlar la ley. Cuna del arte, la ciudad es elegida por cientos de músicos, pero las autoridades prohíben sus espectáculos en la vía pública. Sin embargo, ellos resisten. Esta es la historia de un personaje que decidió vivir el día a día con su guitarra y esquivar las vigilancias del control. Arriesgado y convencido al mismo tiempo, Conrado Hernández describe con pasión cómo cambió su vida una vez que pisó suelo catalán.

Por Ana Matyszczyk

“Nosotros dejamos la gorra en la calle y empezamos a tocar. Ellos están enfrente nuestro esperando para entrar y parecen aburridos. Les llevamos música y les gusta mucho. Se nota porque incluso se arriman hasta donde estamos a dejarnos alguna moneda; y a lo mejor en una hora, sacamos 50 euros”, cuenta Conrado Hernández mientras relata un día de guitarras en la calle Montacada, frente al Museu Picasso, en el barrio del Born.

Mirada honesta, tono de voz pausado. Acento canario y actitud paciente

Hace casi dos años, este joven treintañero amante de la música se fue de Canarias con un plan indefinido. Después de trabajar como jardinero, electricista, obrero, entre otros oficios, la búsqueda de una nueva tarea asalariada se transformó en un desafío casi imposible. La crisis arrebató su esperanza e, igual que otros jóvenes españoles, partió sin rumbo a ver qué le deparaba el destino. El barco atracó en Sevilla y se quedó allí un par de días. Luego llegó a Granada. Como él dice, fluyendo de aquí para allá, conoció gente en cada sitio, hasta que, una vez en Madrid, le ofrecieron llevarlo en coche a lo que sería su último destino. Barcelona.

“Llegué y me fui a la Barceloneta. Vi un montón de músicos en la calle y me di cuenta de que algo empezaba a gustarme. No esperé más y dije, venga, voy a moverme a ver si puedo quedarme aquí o allá”. Pasó un par de semanas durmiendo en casa de amigos hasta que el destino lo cruzó con Pato, un músico que se gana el día a día con actuaciones callejeras, y que guiaría la vida del canario hacia una etapa nunca antes imaginada.

Escala 1: El hogar

“Yo jamás había vivido en una casa okupa. Pato sí. Hacía un tiempo que él estaba en La Casita y le pregunté si podía quedarme una semana porque andaba quemado de estar de casa en casa, durmiendo en sillones y molestando a la gente. Me ofrecieron dos semanas y me lo curré como en cualquier casa: limpié, colaboré, tuve buen rollo con la peña y me quedé”. La Casita de al Lado, como la bautizaron sus habitantes actuales, es un edificio de cuatro pisos de El Raval, ubicado en la calle Nou de la Rambla que, como tantas otras propiedades de Barcelona, fue ocupada ilegalmente. Hace tres años que un grupo de personas ingresó en ella y, según cuentan, le dieron vida a un espacio que estaba totalmente abandonado. En julio de 2013, recibieron una carta de desalojo por parte de tribunales, lo que significa que a partir de ese momento, la policía está formalmente autorizada para desahuciar a los ocupantes. Sin embargo, hasta el día de hoy, no ha pasado nada. “Como decimos nosotros, La Casita tiene siete vidas. Ahora parece que los tribunales están en huelga, pero igual creo que esta casa tiene para un rato más”, dice Hernández con una mirada cómplice mientras una leve sonrisa invade su rostro, pero no se arriesga a adelantar un tiempo estimado.

Ritmos que burlan la ley

Conrado y Pato, el dúo de música callejera hace su presentación en la jam session de La Casita

Desde fuera, la fachada revela la cuota de arte que se respira dentro. Un collage de colores y texturas revisten la puerta de entrada, que al abrirse, se conjuga con decenas de bicicletas aparcadas al costado del corredor. Son 30 personas las que viven actualmente, pero podrían ser más, porque aún quedan un par de habitaciones libres. No hay catalanes. Principalmente, la gente viene de otras autonomías españolas, América Latina y algún que otro país europeo, incluso africano. Malabaristas, músicos, escritores. La gran mayoría comparte un perfil artístico. Se escuchan poesías, mientras alguien transforma las paredes en verdaderos lienzos gigantes. La escalera es otro gran mural artístico. Figuras en movimiento se fusionan con colores llamativos dándole un sentido al recorrido vertical de los cuatro pisos. Su ambiente es tranquilo. Se puede oír alguna melodía, charlas y risas, pero nada alejado de lo que sucede en cualquier casa joven. Aquí no hay puertas. Cada salón está integrado en el que le sigue. La gente entra, sale, sube y baja. Cada uno lleva su ritmo y eso no desequilibra al del otro. Si bien surgen desencuentros, lo que prevalece es la armonía. Lo mío es tuyo y lo tuyo es de él. La Casita es un sitio particularmente enérgico. Muy querida por sus habitantes, aquí se vive de compartir culturas y experiencias.

“Hay gente que viene de paso y que piensa que esto es un hotel o una casa de fiesta en el centro de Barcelona, pero esto funciona como un piso totalmente normal”, explicó Hernández mientras detalla la organización de La Casa de al Lado. Todos los lunes, dice, se realizan asambleas donde se elige a un delegado para coordinar los pedidos de alojamiento y se discute la organización colectiva, como por ejemplo los gastos que deben cubrirse. Si bien allí nadie paga por electricidad ni agua, existen gastos de limpieza y de asesoría legal que deben financiarse. Para conseguirlo organizan diferentes encuentros, como fiestas en la azotea o las clásicos jam sessions, donde, dos miércoles al mes, La Casita recibe al barrio para hacer una reunión artística en su entresuelo. Abierta al público de forma gratuita, ofrece poesía, danza y música en vivo. Pone a disposición de los vecinos y visitantes guitarras españolas, acústicas y amplificadores. También cajones peruanos, micrófonos, pandereta, flautas, charangos, quenas y un sinfín de instrumentos para aquel que tenga ánimo de compartir. A través de la venta de bebida y comida a un euro, recaudan sus fondos.

Ritmos que burlan la ley

Ocupas y vecinos se acercan al evento en el entresuelo de la casa

“Lo más lindo es que te la pasas conociendo gente. Viviendo solo uno se olvida de muchas cosas que también le gustan. Yo solo tiraba para la música, pero cuando llegué, un día me vi con malabares, otro dibujando la pared. Estos detallen te enriquecen mucho. Claro que también tiene su parte jodida -opina el canario- Saber que en cualquier momento te pueden desalojar, es un riesgo. Pero a mi lo que más me gusta es pasármela compartiendo con la peña. Eso es energía”, concluyó y dijo que, de llevarse a cabo la desocupación, ya tiene en mente la idea de ocupar otro sitio en Barcelona.

Escala 2: La calle

“Nunca antes había vivido de la música. Empecé el año pasado y me lo paso de puta madre. En definitiva es como un trabajo cualquiera. Disfruto, me lo curro y gano mi propio dinero”. Así resume el guitarrista su nuevo esquema de vida. La lógica de la música callejera no había sido una alternativa hasta ahora. La aventura la planeó junto a su amigo Pato, quien toca la quena y el charango mientras él canta y rasga las cuerdas. Si bien hay días que sale solo, el comienzo lo hicieron juntos tocando en trenes, en especial en el que se dirige al aeropuerto de El Prat, que en verano concentra centenares de personas. Luego siguieron en terrazas de bares y en algunas plazas de Ciutat Vella. Hace un par de meses descubrieron su último punto estratégico: el Museu Picasso. Pero tampoco se atan mucho a un sitio. Según cuenta Hernández, cogen la bicicleta y se van por Rambla de Catalunya para recorrer distintas terrazas e incluso llegar hasta Gracia. El promedio de lo que recauda varía según las horas que le dedica, pero principalmente se centra entre los 40 y 50 euros diarios.

Los dedos de Conrado se mueven al ritmo de Buena Vista Social Club

“El riesgo de vivir el día a día con la música es relativo. Yo si quiero salir una tarde y hacerme 50 pavos, sé que los voy a conseguir. Si no es en una hora, será en dos, en tres o cuatro. Recuerdo que un día currando mucho levantamos hasta 110 euros”, responde el músico cuando se le pregunta sobre la estabilidad de su trabajo. Sus ahorros no solo le alcanzan para llegar a fin de mes. En el último año Hernández viajo a Suecia, Austria, Francia y ya tiene en mente una ruta por África para el año próximo. Según explica, no cualquiera puede dedicarse a esto y conseguir que le vaya bien. “Para trabajar en la calle tienes que estar muy para arriba porque eso se nota siempre. No es lo mismo salir hecho polvo que hacerlo motivado. Yo cuando salgo enérgico la gente lo percibe. Ellos necesitan que les transmitas”. Con esta filosofía, el dúo tiene armado un repertorio de 17 canciones, mayoritariamente rumbas y clásicos latinos. Eligen temas que le sacan una sonrisa al público o también aquellas canciones que no dejan indiferente a nadie. “Muchos salen a la calle para poder comprarse una cerveza. Pues nosotros no. Nos lo curramos, ensayamos y cuando salimos es como si tocáramos en cualquier otro sitio, dándolo todo siempre”.

A pesar de la convicción y el ánimo para realizar este trabajo, no todo resulta fácil en la vida de un músico callejero en Barcelona. Aunque sea una de las ciudades más artísticas de toda España, paradójicamente este tipo de presentaciones no están permitidas. El artículo 28 del reglamento de Ordenanzas de la Vía Pública y Circulación, redactado por el Ayuntamiento, determina que la actuaciones musicales están prohibidas en tanto se realicen con amplificadores, cualquier tipo de altavoces o instrumentos de percusión. En caso de no presentar ninguna de estas características, el músico deberá solicitar una licencia que otorga el propio municipio, situación que pocas veces se lleva a cabo. “Si te ven, muchos mossos no te quitan la guitarra, pero te dicen que dejes de tocar; si te vuelven a ver, ahí sí, te echan de dónde estés y te sacan la guitarra. Es una gran tontería”.

Pese a esta dificultad, Hernández, al igual que tantos otros músicos callejeros, se las ingenia entre las rutas barcelonesas para poder seguir adelante con el oficio que ha decidido mantener. “Yo sé que suena un poco raro, pero la música es mi luz. Es todo para mi. Es mi presente y mi futuro, porque el pasado…bueno, el pasado ya pasó”, dice el cantante, da las gracias y apaga la luz del cuarto de visitas de La Casita de al Lado.